Se me acurruca Dios
en mi oración; como
si necesitara descansar
de ser Dios por un rato.
Yo le dejo hacer, que eso
de ser Amor tan desde siempre,
¡eternamente!, es como para
demoler a cualquiera.
Se acurruca, digo, en
mi oración; se olvida de
que es Dios y Omnipotente y
Señor de la Historia;
me deja a mí la iniciativa del
amarnos; se deja querer.
La primera vez que se quedó
así entre mis brazos, me sorprendió,
a qué negarlo. No sé, quizás es que
me lo imaginé con una trascendencia
que no era la suya, tan, tan distinta
de esa ternura que ahora me pide.
Abro mi ser en oración, y le cobijo,
y le acaricio: ¡se queda tan quieto!.
En esas ocasiones sé que le molesta
que le alabe o le adore o que le pida
o que le oficie una de mis liturgias.
Se queda ahí, acurrucado en mi oración,
más Dios que nunca; dejándose querer.
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