Reconocer la envidia y
comprender su significado puede ayudarnos a bregar con ella cada vez que
sintamos los efectos dañinos de sus embates. Si no la traemos a nuestra
conciencia, podemos acabar fácilmente siendo presas de la envidia propia o
ajena.
Ciertamente la envidia
nos afecta a todos en algún momento, a pesar de nuestras mejores intenciones y
de cuantos intentos hagamos por superarla.
La liturgia de hoy nos
presenta la envidia en la historia de
José, hijo de Jacob. José fue víctima de los celos de sus hermanos cuando
vieron que, según dice el texto:“Israel amaba a José más que a todos sus
demás hijos, por ser para él el hijo de la ancianidad. Le había hecho una
túnica de manga larga. Vieron sus hermanos cómo le prefería su padre a todos
sus otros hijos, y le aborrecieron hasta el punto de no poder ni siquiera
saludarle” (Gn 37, 3-4). Y además los sueños de José despertaron el odio en
sus hermanos, cuyos celos acabaron en convertirse en envidia asesina.
La
causa principal de la envidia de los hermanos de José es la preferencia.
Detrás de la preferencia está el más que…o la desigualdad, pero no es
odiado Jacob, que es el que tiene la preferencia, sino José por ser tratado con
más amor o distinción. Pero el odio crece, por tercera vez se repite esta frase
(vv 4.5.8) lo que indica una intensidad en el rechazo de las pretensiones de
José el soñador. Los hermanos escondieron en el silencio su envidia y cobardía,
ocultaron sus perversos deseos, por eso se incubó y creció la envidia. Estos se
habían ido muy lejos a buscar pastos y vieron desde lejos a la persona odiada.
José que no odia no puede distinguir desde lejos, necesita acercarse. La amistad es de cerca, el odio de lejos.
Ahí está el soñador, dirán sus hermanos, y puesto que la túnica había sido la
concreción de la preferencia paterna, dicho símbolo será quitado. Le arrancaron
la túnica.
La envidia nubla
nuestra mente, por eso es necesario conocer la dinámica que tiene esta emoción.
La envidia brota de un deseo humano de
plenitud. Surge de una sed profunda de lo bueno, y de una desesperación similar
para poder obtenerlo. Cuando percibimos que algo es bueno, nos sentimos
atraídos hacia ello. Necesitamos sabernos cerca o poseerlo. Eso sucede si “lo
bueno” es otra persona, un objeto material, una belleza de la naturaleza, o
algún rasgo valioso como la felicidad o generosidad. La envidia guarda una
relación directa con la bondad. La envidia entra en nuestro corazón cuando nos
desesperamos ante la perspectiva de no poder recibir las cosas buenas que
deseamos. Nuestro sentido de frustración y desesperación se convierten en el
caldo de cultivo de la envidia, que florece allí donde falta la esperanza. Esto
explica tanto nuestro padecimiento cuando alguien triunfa, como la alegría
secreta que sentimos ante el fracaso ajeno.
La envidia es fruto de ignorar
el deseo más hondo de nuestra naturaleza humana. El deseo del hombre nos lo
expresa S. Agustín: “Nos has hecho para ti, oh Dios, y nuestros corazones no
estarán en paz hasta que descansen en ti”, expresa la verdad acerca de nuestra
aspiración más íntima, ese anhelo que nos deja con la sensación permanente de
ser incompletos, y con el deseo de más.
Es precisamente la dimensión
infinita de nuestros deseos la que nos hace añorar nuestra plenitud. Cuando
no aceptamos conscientemente ese aspecto de la condición humana, nos volvemos
seres frustrados y envidiosos. Olvidamos que somos criaturas destinadas a
hallar nuestra totalidad o plenitud únicamente en el amor de Dios.
La envidia nos hace
creer que si tuviera esto o aquello me sentiría realmente completo, pleno. Pero
a medida que la experiencia nos va dando evidencias repetidas de que en
realidad eso no es así, la desilusión se instala en nuestro corazón, y podemos
llegar a odiar.
Entonces, la clave está
en aceptar nuestras limitaciones y nuestras pérdidas como parte de la vida; y
descubrir que tengo un deseo grande que no se llena con cosas y personas
exteriores.
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