La primera era el agua, con el texto evangélico de la samaritana, donde nos podríamos preguntar: ¿conoces al Dios que es regalo, amor, salvador? Eso es lo que Jesús viene a decirle, saltándose las categoría culturales de sus contemporáneos. El agua aparentemente idéntica, os guía: ya no se trata de la del pozo de Jacob, sino de la de Jesús, el agua viva que nos purificará, la de la vida eterna, la del Espíritu.
La segunda es la vista. Nos va a decir Catherine Aubine, que para el conocimiento de uno mismo y el conocimiento de Dios necesitamos de los ojos interiores. Es precioso, pues, dice Orígenes, "invocar al médico de los ojos del alma, a fin de que, con su sabiduría y su amor a los hombres, haga todo lo posible por quitar el velo de nuestros ojos". Ahora bien, dice San Agustín, "si es importante ver la luz del cielo, ¡cuánto más importante no será ver la luz de Dios! Es para esto para lo que se curan, se abren y se purifican los ojos del corazón: para ver la luz, es decir, a Dios" (Sermón Lambot, 11).
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